PROYECTO DE PAIS
Aún en países avanzados como Argentina, que desde hace 80 años figura entre las primeras economías del mundo, el subdesarrollo se expresa de modo patético. Asombra escuchar que allí, en una elección presidencial, hecho que ocurre cada cuatro años, la gente debe elegir no a un mandatario o a un gobierno, sino a un “proyecto de país”.
Semejante enfoque expresa un radicalismo a ultranza, y una corrosiva polarización al interior de las clases políticas, que plantea la necesidad de reflexionar acerca de la idoneidad del sistema político y del modelo económico, las esencias de la democracia, la necesidad de alianzas, y el papel de la oposición.
El debate de este signo entre la derecha y la izquierda fue pertinente mientras se llamaba a optar entre el capitalismo y el socialismo. Aquella escogencia que requería de la ruptura del orden social, ha dado paso a un singular proceso en el cual los cambios tienen lugar por vía electoral, y en el marco institucional.
En Europa, donde raras veces un partido político obtiene mayoría absoluta, son frecuentes las coaliciones, incluso la cohabitación, donde un jefe de estado se alinea en un partido, y el primer ministro pertenece al opuesto. En 1899 Alexander Millerand ingresó en el gabinete de Pierre Waldeck-Rouseeau, convirtiéndose en el primer socialista en formar parte de un gobierno europeo. Desde entonces se trata de algo rutinario, que no afecta las bases del sistema.
El dominio oligárquico, la dependencia al capital extranjero y otros poderes fácticos, las dictaduras, el autoritarismo, y las democracias fallidas, han ocasionado que medio milenio después de iniciada la andadura que asoció el Nuevo Mundo a Europa, y con más de doscientos años de independencia, aún no se ha madurado lo suficiente para que entre las élites, las clases políticas, y las vanguardias existan consensos nacionales acerca del “modelo de país” que queremos.
El estado nacional es la principal categoría política y económica de la Era Moderna, y el marco en el cual se despliega la democracia, que para funcionar necesita de consensos nacionales basados en la existencia de entidades políticas suficientemente responsables como para identificar y promover intereses y metas compartidas, que sobrepasando intereses sectoriales, capillas, e ideologías unan al país que, al elegir gobierno, deben limitarse a encontrar a aquel que lo administre mejor.
Un presidente es un exponente de la voluntad popular elegido por el pueblo, no por la Providencia; un servidor público, no un Mesías, y ni siquiera un caudillo.
Tal como se percibe el debate en Argentina, no se trata de aplicar políticas económicas diferentes, ni de acentos más o menos notables en el desarrollo social, sino del intento de promover un viraje, no para buscar un nuevo modelo de país, sino con el fin de utilizar el poder para entronizar una gestión política que lo haga retroceder a etapas superadas.
Una elección presidencial debería ser un evento exclusivamente nacional, sin injerencias externas, una fiesta y no una lucha de facciones con el país como botín, menos aún en Argentina, que fue lo suficientemente fuerte para levantarse de la ruina a la que la llevaron los que usaron el retorno de la democracia para crear un “modelo de país” regido por la doctrina neoliberal, que a punto estuvo de devolverlo a las cavernas.
No hace falta ser kirchnerista para percatarse que en la última década el país ha sido mejor administrado, y las conquistas de su pueblo mejor defendidas. Néstor Kirchner no creó un nuevo país, sino que rescató el existente, no estableció un nuevo sistema, sino que lo gestionó mejor.
Arribamos al momento en que el ciclo que se cierra con la retirada de Cristina Fernández deja un legado de prosperidad, y no el país en ruinas que encontró un matrimonio que ratificó el axioma de que “Para bailar tango se necesitan dos”.
Ahora los dos que requiere la democracia son el gobierno y la oposición, entes cuyas diferencias deberían servir para reforzar el sistema político, y servir al pueblo que es el soberano.
La idea de que nuestros países han de ser refundados por cada nuevo gobierno conduce a una noria. No hace falta comenzar cada cuatro o cinco años, sino hacer de cada elección un acicate para avanzar. Si las élites o las clases políticas no entienden esto, obviamente no entienden nada. Allá nos vemos.