Fidel preguntó por el estado de salud de los niños y planteó la posibilidad de que el avión de Cubana que hacía el vuelo de Lima a La Habana, hiciera escala en Quito
Un trágico martes 6 de octubre, pero de 1987, en la urbanización Molinos de Viento, cerca de Quito, Ecuador, cuatro niños: Erick Coronel Cadenas, Leiff Coronel Cadenas, Rubén Ramírez Cortez, y Andrecito Pantoja Proaño, de once, diez, nueve y 7 años respectivamente, jugaban en el sótano de la casa de uno de ellos cuando, al encender una vela, estallaron en fuego unos bidones de gasolina y sufrieron todos muy graves quemaduras.
En el primer hospital al que fueron llevados, del seguro social, no quisieron atenderlos porque el seguro no cubría a los familiares de los asegurados. Fueron trasladados entonces al Hospital Metropolitano, recién construido y dotado con casi todos los adelantos de la medicina moderna. Digo “casi” porque no tenía sala de quemados ni especialistas en esa rama. Era, además, un hospital privado donde el costo, 400 dólares diarios (de aquella época) por cada niño, sin contar los tratamientos, estaba fuera del alcance de los padres, a pesar de que éstos pertenecían a la clase media.
Todos los habitantes de Molinos de Viento se movilizaron para recaudar fondos, y numerosos artistas de la ciudad organizaron conciertos con ese objetivo pero, a pesar del éxito obtenido, pronto se vió que lo que podía recaudarse no alcanzaría para pagar ni una mínima parte de la deuda que se acumulaba.
Lo peor era que el hospital sólo sería capaz de proporcionar el tratamiento clínico pero no el quirúrgico indispensable en estos casos, por lo que el pronóstico era muy sombrío. Un periodista ecuatoriano, al realizar un reportaje sobre el caso, indagó con un pediatra del hospital cómo era posible que un centro tan moderno y tan bien dotado no tuviese una sala especializada en quemados. La respuesta fue descarnadamente sincera: “Porque son los pobres los que se queman y éstos no pueden pagar los tratamientos. En las casas de los ricos, son las sirvientas las que se queman. Y cuando algún rico se quema, no viene aquí, se va a curar a Estados Unidos”.
Desesperados, los padres de los niños tocaron en todas las puertas hasta que, creo que fue el Embajador de Venezuela en Quito, les recomendó que buscasen la ayuda de Cuba. Fueron a verme y les prometí que haría las gestiones de inmediato.
A través de la Embajada de Cuba envié un mensaje urgente a Fidel. Pocas horas después me encontraba en casa del arquitecto Alfredo Vera, ministro de Educación, cuando supe que me estaban localizando porque tenía una llamada del Comandante en Jefe, quien volvería a llamarme en veinte minutos. Salí volando más que corriendo hacia la Embajada y, pocos minutos después, llegó la llamada de Cuba. Era Chomi, quien, acto seguido, me puso al habla con el Comandante. Fidel preguntó por el estado de salud de los niños y planteó la posibilidad de que el avión de Cubana que hacía el vuelo de Lima a La Habana, hiciera escala en Quito a recogerlos. Le expliqué que los niños estaban en condiciones muy críticas, que lo más importante en estos casos era evitar la contaminación de las heridas por lo que al menos en una parte del avión había que crear condiciones asépticas y las de una sala de terapia intensiva. Fidel ordenó que al avión de Cubana en Lima le quitaran los asientos de una de sus secciones e instalaran allí los equipos necesarios atendidos por especialistas cubanos. En menos de 24 horas convirtieron la nave de pasajeros en un avión hospital y Chomi me llamó al día siguiente para avisarme que el avión estaba listo para aterrizar en Quito y que debía ocuparme de asegurar el traslado de los niños hasta el aeropuerto.
Como siempre sucede en circunstancias como éstas, muy sensibles para la opinión pública, los políticos salen a escena para convertirse en protagonistas. Una figura clave para el traslado de los niños desde el hospital Metropolitano hasta el aeropuerto, era la Primera Dama, María Eugenia Cordovés de Febres Cordero, Presidenta del Instituto del Niño y de la Familia. Acompañado del padre de uno de los niños, el ingeniero, escritor y poeta chileno Rubén Darío Ramírez Zamorano, gestionamos con la Primera Dama el permiso de aterrizaje para el avión de Cubana y su ayuda para el traslado de los niños al aeropuerto. “… que me llame Fidel” fue la condición que puso. Le explicamos que no podíamos pedirle eso, y que, si el avión no trasladaba a los niños, éstos, con toda probabilidad morirían, que ése era el criterio de los especialistas, y que, seguramente, ella no querría cargar con esta responsabilidad.
Según publicaron los diarios, fue ella la que llamó a Fidel. Sea lo que haya sido, el hecho es que a partir de ese momento todo se desarrolló con precisión cronométrica. Fue autorizado el aterrizaje y cuando el avión se acercaba a Quito, cuatro ambulancias nuevas estaban listas para trasladar a los niños. Habíamos calculado que el traslado demoraría once minutos, por lo que cuando el avión apareció en el horizonte llamé a María Eugenia y ésta dio la orden de subir a los niños a las ambulancias y que éstas partiesen de inmediato hacia el aeropuerto con motos de la policía despejando el camino.
La noticia había trascendido y una multitud se agolpaba en las afueras del aeropuerto para despedir a los niños. Cuando se acercaban las ambulancias, una anciana, llorando, exclamaba en voz alta: “¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!, pero alguien del público gritó: “Qué gracias a Dios ni gracias a Dios, ¡Gracias a Fidel!”, pero otro, conciliador, añadió: “¡Gracias a Dios y gracias a Fidel!”.
Sin detenerse, las ambulancias entraron a la pista y los niños fueron introducidos a la nave de Cubana. A su arribo a La Habana, el 22 de octubre, otras ambulancias estaban esperando para su traslado al Hospital William Soler.
Después de evaluar individualmente los casos, desde el segundo día de ingreso comenzaron los injertos de piel cada cuatro días. Se cubrieron las lesiones profundas y los niños evolucionaron de estado muy crítico a crítico, de muy grave a grave, hasta rebasar este último. Desde el principio recibieron tratamiento de fisioterapia activa y pasiva y se les aplicaron medicamentos que ayudan a disminuir las secuelas. Luego vendrían las operaciones de cirugía reconstructiva y estética. Fidel siguió de cerca todo este proceso y los padres se maravillaban de como conocía hasta el más mínimo detalle de la salud de los niños.
La emisora internacional Radio Habana Cuba emitía un parte médico diario sobre el estado de salud de los niños y el barrio entero de Molinos de Viento se reunía ansioso para escuchar los partes. Cuando, antes de finalizar el año, Radio Habana Cuba transmitió que ya los cuatro niños estaban fuera de peligro, estalló la alegría en Molinos de Viento. Fueron a buscarme a Quito, a mi y a mi familia, y la fiesta duró toda la noche.