Los terrenos del Capitolio (I)
En un comienzo fue un basurero. Y antes, una gran ciénaga. Los
terrenos que ocupa el Capitolio fueron el lugar o, al menos, uno de
los lugares donde se arrojaba la basura de la ciudad. Así sucedió
hasta 1817, cuando el eminente Ramón de la Sagra, con el concurso de
otros habaneros entusiastas, logró que se fomentara un jardín botánico
en aquel espacio enmarcado entre lo que sería el Paseo del Prado, el
Campo de Marte —actual Plaza de la Fraternidad Americana— y la puerta
de tierra de la Muralla.
Alejandro Ramírez, intendente general de Hacienda de la Isla, cedió
esos terrenos a la Sociedad Económica de Amigos del País, y esa
corporación destinó no pocos recursos al acondicionamiento de lo que
los habaneros empezaron a tener a partir de entonces como paseo
público.
Llega el ferrocarril
El jardín y el paseo, sin embargo, desaparecieron en 1834. El
ferrocarril llegaba a Cuba. Se establecería el itinerario
Habana-Güines, y Hacienda enajenaba los terrenos a fin de emplazar en
ellos una estación de trenes. El despojo transcurrió no sin protesta.
Protestó el Ayuntamiento habanero por haberse ignorado su opinión
acerca del asunto, y se quejaron los Amigos del País en defensa de lo
que era o tenían como suyo; reclamo que se extendió en el tiempo, pues
todavía en 1842 una memoria de Leonardo Santos Suárez mantenía abierto
el expediente.
La estación llevaría el nombre de Villanueva en honor de Claudio
Martínez de Pinillos, ya entonces Intendente General de Hacienda de la
Isla; el cubano a quien la Corona española concedió mayores honores a
lo largo de toda la Colonia, pues aparte de concederle el título de
Conde de Villanueva con grandeza de España, lo exaltó como Caballero,
con el grado de Gran Cruz, de la Real Orden de Carlos III y de la
Americana de Isabel la Católica; lo hizo miembro de las órdenes
militares de San Fernando y de Calatrava y del Consejo de Estado;
Gentilhombre de Cámara de Su Majestad, Maestrante de Ronda, Coronel e
Intendente del Ejército español, entre otros títulos como el de
Presidente de la Junta de Fomento, Agricultura y Comercio.
En 1834, por orden del Rey, Villanueva asumía, como presidente del
Consejo Directivo del Ferrocarril, la construcción del aludido camino
de hierro hasta Güines. Para hacerlo posible se le autorizaba a
concertar con Inglaterra un empréstito de dos millones de pesos
fuertes. Esta deuda se pagaría con la parte correspondiente de lo que
produjera el propio ferrocarril y con lo que la Junta de Fomento
deduciría de sus rentas y que debía quedar amortizada el 1ro. de enero
de 1860.
Ya para entonces había muerto el Conde de Villanueva. Su defensa
acérrima de los intereses de la oligarquía criolla le valió no pocos
encontronazos con los despóticos capitanes generales españoles que, en
definitiva, le costaron el puesto. Cesó como Intendente General en
1851, luego de haber acometido una labor formidable en favor de la
expansión de la economía de la Isla y del fomento de no pocas obras de
utilidad pública, como casas de salud, caminos vecinales y el
acueducto de Femando VII. Murió dos años más tarde, en la propia sede
del Consejo de Ultramar, en Madrid, mientras discutía acaloradamente
en defensa de los intereses de Cuba.
Se privatiza la empresa
En 1835 comenzaba la construcción de la estación de Villanueva.
Habaneros pudientes donaron grandes extensiones de terreno para el
trazado de las paralelas del ferrocarril. En 1837 el nuevo medio de
transporte llegaba a Bejucal, y al año siguiente a Güines, lo que,
gracias al ramal de San Felipe, posibilitó el establecimiento de una
línea de vapores entre Surgidero de Batabanó e Isla de Pinos. En 1840
el ferrocarril llegaba a Cárdenas, y dos años después se privatizaba
al ser vendido en subasta pública a una compañía anónima conformada
por Miguel Aldama, Juan Poey y otros cubanos de ilimitada solvencia.
Lo compran en tres millones y medio de pesos y abonan casi 170 000 por
los terrenos del antiguo jardín botánico. Surgiría, con los años, la
Compañía de los Ferrocarriles Unidos de La Habana; consiguen sus
accionistas que la empresa se reorganice en Londres, y al finalizar la
Guerra de Independencia, ya los Ferrocarriles Unidos eran
eminentemente ingleses.
Desde comienzos de la Guerra Grande, en 1868, España utilizó
Villanueva para embarcar las tropas que enfrentarían a los mambises.
Se transportaban en tren hasta el Surgidero de Batabanó y, desde allí,
por mar, llegaban a su destino. Lo que nunca supieron las autoridades
españolas es que la estación ferroviaria era un foco de conspiradores
y amigos de la independencia. Una idea atrevida concibió durante la
contienda del 95 un grupo de obreros y empleados: se valieron de una
gran toza de madera, hábilmente preparada, para hacer llegar a los
insurrectos armas, municiones, dinero, cartas y noticias de interés.
Hasta el administrador de los Ferrocarriles Unidos, ingeniero Alberto
de Ximeno, sabía de esa ingeniosa operación a la que jamás puso
reparo. Lo verdaderamente curioso es que militares y funcionarios
civiles españoles jamás sospecharan de aquel tocón que iba y venía en
el tren con alarmante frecuencia.
Honesto, severo e inflexible
El 13 de marzo de 1889 asumía el gobierno de la Isla el teniente
general Manuel de Salamanca y Negrete. Era un hombre honesto, pero
severo e inflexible. Se propuso acabar con el bandolerismo y anunció
desde el primer momento que, bajo su mandato, el garrote vil no
conocería descanso. Y cumplió su promesa. Pronto se vio a Valentín
Ruiz, que así se llamaba al «ministro ejecutor» —pomposo nombre que se
daba al verdugo— con aquella máquina de muerte, que era itinerante,
tanto en Jovellanos como en Guanajay, en Santa Clara, Matanzas, Colón,
Remedios… Mientras se trató de bandidos de a pie, la justicia marchó
sobre ruedas. Otra cosa ocurrió cuando quedó sobre el tapete, para la
época, la gigantesca malversación de 14 millones de pesos en el
Departamento de Guerra de la Colonia. Eran delincuentes de cuello
blanco, como se les llama ahora, y el general Salamanca no pudo con
ellos. Murió misteriosamente de la noche a la mañana, el 6 de febrero
de 1890, cuando trataba de que se instruyera de cargos a los
culpables. En su agonía final tuvo un momento de lucidez y advirtió al
general Cavada, que sería su sustituto interino: «Los ladrones son
débiles ante la entereza de un gobernante… Pueden más en apariencia
que en la realidad».
¿Qué relación guarda este asunto con Villanueva y los terrenos del
Capitolio?, se preguntará el lector. Muy sencillo. El general
Salamanca —que dictó serias disposiciones sobre la recogida de basura
y la hora en que los vecinos debían sacarla a la calle, y persiguió a
los bodegueros que alteraban los pesos y los precios— quiso sacar a
Villanueva de la manzana que enmarcaban las calles Prado, Industria,
San José y Dragones —con frente sobre esta última vía. De hecho, la
clausuró. Dispuso que muchos trenes no entraran en la ciudad. No
podían pasar de la esquina de Cristina y Jesús del Monte, en el
llamado puente de Agua Dulce, donde se construyó una caseta que se
llamó estación o paradero de Salamanca, mientras que otros podían
desembarcar el pasaje en Zanja entre Hospital y Espada. Los trenes
militares, cargados de heridos y enfermos, rendían viaje frente al
cuartel de Dragones.
Digámoslo sin rodeos: el escribidor va ya para los 70 años y nunca vio
—o no recuerda— tal puente. Pero existió. Subsistió hasta los años 40,
cuando el presidente Grau canalizó el río que por allí pasaba y
construyó la plazoleta que se llamó también de Agua Dulce, nombre que
mantiene todavía. El cuartel mencionado ocupaba el espacio de la
estación de Policía de la calle Dragones entre Escobar y Lealtad.
¡Tiburón!
Sacar a Villanueva de su área era un viejo anhelo de los habaneros.
Con la construcción del reparto Las Murallas, la zona se iba
convirtiendo en una de las mejores y más cotizadas de La Habana. El ir
y venir de los trenes ensuciaba los edificios, complicaba la vida
cotidiana y provocaba algún que otro accidente. No resultaba ocioso
que la salida de los trenes fuera invariablemente precedida por un
jinete que, a viva voz, advertía a los desprevenidos habaneros de la
proximidad del convoy.
Muerto Salamanca, Villanueva volvió a ser Villanueva. Sobrevinieron
sucesivamente la Guerra de Independencia, la primera intervención
militar norteamericana; don Tomás, nuestro primer presidente, con su
tacañería; la segunda intervención norteamericana…
En la segunda mitad de 1909, el presidente liberal José Miguel Gómez
decidió tomar el toro por los cuernos. Cambiaría los terrenos de
Villanueva por los del antiguo arsenal —donde está ahora la estación
central de ferrocarriles. Si bien era una medida que contribuiría al
mejoramiento de la ciudad y contaba con la simpatía de los habaneros,
se hacía evidente lo fraudulento del asunto. El Estadio entregaba a
una compañía extranjera —Ferrocarriles Unidos— los terrenos del
arsenal, valorados en más de cinco millones de pesos, y recibía a
cambio los de Villanueva, que apenas valían dos millones. El dinero
que se movería bajo cuerda, por comisiones y sobornos, empaparía a
José Miguel, a quien el pueblo apodaba «Tiburón» y salpicaría a sus
conmilitones a costa de los intereses de la nación.
En enero de 1910, la Comisión de Hacienda y Presupuesto del Senado
daba al proyecto de ley un dictamen favorable y recomendaba su
aprobación al pleno de ese cuerpo. En la Cámara de Representantes, con
mayoría liberal, la aprobación de la ley, sin embargo, era improbable,
pues se le oponían tanto los conservadores como los liberales que
capitaneaba Alfredo Zayas. Fue entonces que los miguelistas cocinaron
una estrategia infalible: decidieron que el asunto se tomara como una
cuestión de «partido», lo que obligaba a todos los parlamentarios
liberales, tanto miguelistas como zayistas, a concederle voto
favorable so pena de enajenarse los privilegios del Ejecutivo y quedar
fuera del jamón.
Por discrepancias ante la ley, dos representantes a la Cámara se
batieron en duelo irregular en la esquina de O’Reilly y San Ignacio, y
uno de ellos murió a consecuencia de los disparos. La ley fue aprobada
y el canje de Villanueva por el arsenal se llevó a cabo. José Miguel
Gómez ambicionaba un nuevo Palacio Presidencial.
(Con documentación del ingeniero Luis Díaz. Continuará)