Otra vez tanques alemanes rodarán por las estepas ucranianas y otra vez serán confrontados por tanques rusos, aunque ahora los papeles estarán trocados. Los de hoy no serán días de gloria y memoria como aquellos cuando los T-34 soviéticos, entonces conocidos como los “órganos de Stalin”, irrumpieron en los campos de batalla del Frente Oriental y empujaron a los nazis hasta Berlín donde se dio batalla final. Ahora no habrá victoria ni gloria.
Se necesita ignorancia supina en cuestiones militares o grandes dosis de cinismo político para creer, o hacer creer a otros, que 14 tanques Leopard prometidos por Alemania, 30 Abrams adjudicados por los Estados Unidos, cinco donados por Canadá y algunas decenas por Polonia y otros países, algunos con veinte años de uso, pueden cambiar la situación operativa en Ucrania de cara a la esperada ofensiva rusa de primavera.
Los tanques y otras armas, no pueden equilibrar la abrumadoramente desventajosa correlación de fuerzas de un adversario respecto al otro ni anular las ventajas comparativas que significan el desarrollo industrial y la capacidad de la economía de para producir sus propias armas, técnicas y pertrechos; así para ejercer el dominio del aire, explotar un arsenal coheteril de alta precisión y largo alcance y bombardear desde el mar.
Según cálculos de expertos occidentales, para enfrentar la etapa venidera de la guerra, Ucrania necesitaría 500 tanques, otras tantas dotaciones, infraestructuras y capacidades logísticas y de intendencia que no posee, entre otras cosas porque Rusia se ha dedicado metódicamente a destruirlas y cuenta con recursos para obstaculizar sus gestiones al respecto.
Cuando en 1939 las hordas nazis invadieron a Polonia, iniciando la II Guerra Mundial lo hicieron con 2.000 tanques y, cuando se decidieron a atacar a la Unión Soviética comprometieron, simultáneamente alrededor de cuatro millones de efectivos, 600.000 vehículos, 3.350 tanques, 7.000 cañones y casi 3.000 aviones.
Fue el debut y el ejercicio de la “blitzkrieg” o “guerra relámpago”, una doctrina militar que no incluía trincheras, minas ni alambradas porque concebía combates defensivos, sino que era exclusivamente ofensiva y se realizaba mediante masas de blindados, cañones, aviones e infantería motorizada, lo cual les otorgaba movilidad y poder de fuego con los cuales, eficaces e implacables, con una mentalidad de tierra quemada, operaban contra militares y civiles, arrasaban ciudades e infraestructuras.
Sobre las esteras de formidables máquinas de guerra, Alemania avanzó sobre Dinamarca, Noruega, los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Francia y finalmente, el 22 de junio de 1941, con la misma mentalidad invadió a la Unión Soviética. Se equivocó. A diferencia del resto de Europa, la Unión Soviética contaba con un territorio inmenso y enorme población, su liderazgo encabezado por Stalin resultó inconmovible y las reservas morales de sus pueblos, especialmente del pueblo ruso, resultaron ser inagotables.
Con esa misma lógica de masividad decisiva y capacidad para golpear con un puño de acero, actuó Stalin cuando en 1943, tras la victoria de Stalingrado, en los Arcos de Kursk, se dispuso a quebrar la espina dorsal de la dotación blindada de Alemania. Entonces reunió un millón y medio de efectivos, una formación artillera colosal y más de mil tanques y cañones, en su mayor parte T-34 entonces el mejor de los blindados que combatía en aquella guerra.
La enorme tensión del momento parece impedir que los estadistas de la OTAN, Rusia, Ucrania y los Estados Unidos se percaten de la enorme irresponsabilidad en que incurren al apostar por la guerra, los tanques y las armas en lugar de trabajar por la paz y la enorme deuda histórica que contraen.
En el futuro nadie se acordará si eran Leopard o Abrams sino de la torpeza y la crueldad de quienes no evitaron ni pusieron fin a la guerra, lo cual es su responsabilidad. Allá nos vemos.