Año 1959. Había fracasado el intento de golpe de estado militar, en contubernio con el gobierno de Estados Unidos, mediante el cual se pretendió arrebatar el triunfo a las fuerzas revolucionarias. La Revolución daba sus primeros pasos y se enfrentaba ahora a un peligro seguramente mayor: el rompimiento de la unidad entre las dos principales organizaciones revolucionarias.
Durante el periodo insurreccional, habían aflorado en ocasiones celos y rivalidades entre compañeros del Directorio y del 26 de Julio, pero nunca se perdió de vista la necesidad de mantener la unidad con vista al logro de los objetivos comunes: el derrocamiento del régimen tiránico de Batista y la realización de los profundos cambios estructurales que demandaba el país.
Pudiera citar innumerables ejemplos de amistad y colaboración entre integrantes de ambas organizaciones.
Las discrepancias, sin embargo, habían subido de tono, y la tensión había escalado hasta límites verdaderamente peligrosos. ¿Cómo es posible que llegáramos hasta ese punto?. Estoy convencido de que, al menos en gran parte, fue el resultado de las intrigas y maniobras de elementos oportunistas del autotitulado Segundo Frente Nacional del Escambray, al que el pueblo conocía con el bien ganado sobrenombre de “comevacas del Escambray”, instigados, a su vez, por los servicios de inteligencia enemigos.
En el momento en que la tensión alcanzaba quizás su punto culminante, me encontraba en el edificio de la calle 17, en el Vedado, que servía de sede central al Directorio, cuando se presentaron tres periodistas extranjeros que solicitaban una entrevista con el comandante Faure Chomón Mediavilla. Fui a la pequeña oficina al fondo del edificio, donde se encontraba Faure, y le comuniqué la petición. Faure se levantó del asiento visiblemente molesto, y me gritó: “Coño Capote, en esta situación, y ¿me traes a periodistas yanquis para una entrevista? ¡No me jodas!”. Le aclaré que no eran yanquis sino canadienses. “¡Tampoco! -añadió- “¡No quiero entrevistas con nadie!”.
Despedí a los candienses y regresé a la habitación donde estaba Faure. Esta vez me senté frente a él y le pregunté: “¿Faure, qué piensas hacer?”. Levantó la cabeza, me miró sombríamente y me respondió: “¡Desaparecer!”.
No necesité que me explicara más. Conocía muy bien a Faure. Estuve con él desde los primeros tiempos y durante muchos años, a veces en circunstancias muy difíciles. Hombre de una integridad y de un valor personal a toda prueba, hubiera sido incapaz de mover un dedo o decir una sola palabra si el hacerlo ponía en el más mínimo peligro a la Revolución. Si por el bien de la causa que defendía era necesario retirarse de la escena política, pasaría a ser un humilde soldado y, como deseó Martí, se pegaría “al último tronco, al último peleador”, para “morir callado”.
Pero nada de esto sería necesario. El primer gesto de conciliación surgió de Faure. El Directorio contaba entonces con más de 6,000 hombres bien armados que, mal dirigidos, eran suficientes para crear un gran caos y daños tal vez irreparables al incipiente proceso revolucionario. Faure ordenó el licenciamiento de todo el personal. De los fondos del Directorio se entregó a cada soldado el dinero necesario para el pago del pasaje y otros gastos de viaje hasta su lugar de procedencia. En su mayoría eran de la antigua provincia de Las Villas. Quedó solamente una pequeña tropa compuesta casi exclusivamente por la oficialidad.
Pocos días después, no recuerdo la fecha exacta, estábamos reunidos en el Salón de los Mártires, de la FEU, en la Universidad de La Habana, para discutir sobre el futuro de la organización. No pocos oficiales mantenían una postura intransigente. Incluso algunos hacían propuestas delirantes, como atrincherarnos tras los muros de la universidad y morir en defensa de una supuesta dignidad ofendida.
Cuando mayor era la exaltación de los ánimos, Jorge Puente entró corriendo en el salón para avisar que Fidel venía por la Plaza Cadenas en dirección a la FEU. Todos pensamos que era una broma de mal gusto de Jorgito. Pero era completamente cierto. Fidel había dejado su escolta en la puerta de la universidad que da a la calle J y solo y sin armas atravesó la Plaza Cadenas (hoy Ignacio Agramonte) y se dirigió a grandes pasos hacia el lugar donde estábamos reunidos.
Al entrar en la FEU, uno de los oficiales (no diré su nombre) lo increpó en forma un tanto irrespetuosa. Fidel, sabiamente, lo ignoró, pero al insistir aquel en su impertinencia, Fidel se dirigió al comandante Rolando Cubela, que era el que estaba más cercano, y le dijo: “Cubela, hazme el favor, dile a este muchacho que se esté tranquilo”. Cubela le ordenó al compañero que se callara, y éste se calló. Este fue el único incidente. El gesto valiente de Fidel había calmado los ánimos como por encanto, y podía percibirse una corriente de simpatía hacia él entre todos los presentes. Minutos después, en el mismo lugar que había servido de despacho a José Antonio Echeverría como presidente de la FEU, Fidel se encerró con Faure y con Cubela. El resto nos quedamos expectantes, deseando que se limaran asperezas y triunfara la unidad.
La reunión duró una hora aproximadamente. Apenas se abrió la puerta, supe que todo había terminado bien, pues Fidel tenía su brazo derecho extendido sobre los hombros de Faure, tal vez para que todos supiéramos que se había llegado a un acuerdo.
El contenido de la conversación nunca se publicó. En una ocasión que estimé propicia porque estábamos él y yo solos, indagué con Faure sobre este tema. Fidel –me contó Faure- quiso conocer cual era la posición del Directorio en relación con la reforma agraria, la soberanía del país, la unidad de las fuerzas revolucionarias, y otros temas fundamentales. Faure le explicó en detalle y Fidel quedó satisfecho.
Se había consolidado la imprescindible unidad de las fuerzas revolucionarias, gracias a que contribuyeron decisivamente a forjarla dos grandes hombres que supieron poner por encima de todo a la Patria y a la Revolución, con humildad y valentía, sabiendo que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz.