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Hace unas noches sintonicé el canal Viendo Movies y me impactó un documental. Pensé: en Miami no lo ponen, aunque por segundos han mostrado en televisión algunas muy cortas escenas de esa tragedia. Escenas de segundos. En cambio, si un médico cubano deserta de su misión humanitaria en cualquier país, le dedican horas y horas y lo entrevistan como si fuera héroe de la Segunda Guerra Mundial. 65p[1] (1)

Sintonicé el documental ya empezado. Se debió haber titulado “La Bestia,” “El tren de la muerte” o “El tren asesino,” como lo llaman los infelices y desesperados centroamericanos que trepan a él. Son trenes de mercancías. Anualmente lo toman unas 400 mil personas que ya no saben cómo vivir en sus países debido a la pobreza y a la asesina violencia de las pandillas. El viaje, desde las frontera de Guatemala, es de mil 450 millas por gran parte de territorio mexicano.

Hay que correr y ponerse a la velocidad del tren y saltar a las escalerillas tratando que la succión de las ruedas de acero no te atrape y atraiga hacia sus mortales filos. Pero ya arriba, sobre su lomo, la Bestia sigue siendo sumamente peligrosa. Hay que agarrarse a cualquier salidero, a un tornillo, a lo que sea, pues un frenazo, un acelerón, en una curva cerrada o por el imprevisto golpe de la rama de un árbol puede tirarte abajo. Así que no debes quedarte dormido ni cuatro segundos. Si llueve, te empaparás, y tendrás hambre, debilidad, cansancio extremo. En muchas madrugadas el frío hiela las manos.

El viaje, en busca de la frontera de los Estados Unidos, puede durar desde una semana a dos o tres meses. Son varias las Bestías que hay que tomar, domar. A veces se espera a esos trenes de carga durante días y cuando pasa no logras trepar a él y ves que alguien, al también intentarlo, cae bajo las ruedas de acero y si tiene suerte y no mueres trozado en dos o desangrado, pierde una pierna o un brazo. Y hay mujeres, niños, ancianos, algunos mutilados de un intento anterior y que no regresan donde sus pobres familias por el impedimento económico que constituirían. Y siguen adelante, en busca del llamado sueño americano.

Vi sus entrevistas, los escuché. Vi lo que quedó de  miembros amputados por la Bestia. Pero no tienen opciones y con mil trabajos trepan de nuevo a ese tren que saben maldito pero que consideran el de su única esperanza. Un tren de muerte, donde la vida no cuenta, y el que cae queda sin nombre ni apellido, simplemente desaparece y es enterrado en fosas comunes a la orilla de la vía. Sus familias no sabrán jamás de él, si todavía vive o no.

Pero no es todo. Al convoy también trepan bandas criminales. Si te opones a entregar los pesitos que llevas te lanzan abajo. Si no te resistes y andas sin plata te quitan los zapatos, la ropa, cualquier anillo. Los criminales son también menesterosos. En tierra, las mujeres son violadas. Los hombres, los que tienen suerte, brutalmente apaleados; otros, asesinados. Las bandas secuestran, exigen rescates.

Se calcula que casi el 80 por ciento de emigrantes son asaltados y el 60 por ciento de las mujeres abusadas sexualmente. Todos son presa fácil de las maras, del crimen organizado, de autoridades, de maquinistas en combinación con la delincuencia que detienen el convoy en medio de un desolado paraje para que suban los criminales.

Son humildes familias mexicanas que viven junto a la a vía férrea, las que llaman Las Patronas, las que con lo poco que poseen amparan a estos infelices que sueñan con un sueño americano que les permitirá ayudar a la madre o al hijo que dejaron atrás. Les dan o les tiran agua en botellas, pan, un dulce, una tortilla con frijoles.

¿Por qué correr esos peligros? ¿Por qué el Tren Asesino?

Muchos no tienen ni para pagarse un boleto en autobús para alcanzar la frontera estadounidense y, sobre todo, evitan puestos de control de inmigración y numerosos centros de detención.

Suerte para ellos son los llamados albergues, como el de Tapachulas, en Chiapas, humanamente organizados por autoridades religiosas y humanitarias, donde les dan cobijo, alimentos, ropas, atienden a los enfermos y a los mutilados.

Los muertos no cuentan, enterrados y olvidados a las orillas de las vías. ¿Cuántos alcanzarán su sueño?  El documental, que merece un gran premio de periodismo, muestra mujeres que se quedaron cerca de la frontera. Cuidan niños y enfermos y logran  enviar unos pesitos a sus familiares. Otros lograron cruzar. En su afán sufrieron nuevos vía crucis atravesando el  río, el desierto, el muro y burlando a las bien entrenadas fuerzas de inmigración estadounidense.

Pero llegaron, además de pobres, todos de escasa escolaridad. Muchos de ellos viven entre nosotros, en el sur de La Florida. Algunos andan acá hace veinte años y todavía son pobre gente indocumentada, aunque económicamente mejor que en sus países de origen. Atrás quedó la Bestia, el desierto, las maras, los coyotes, las violaciones, los secuestros, los mutilados, los trozados por ruedas de acero. Sin embargo, en Miami, sus trágicas historias no interesan a la radio, ni a la televisión, ni al Miami Herald, ni al Diario de las Américas, y son miles de miles los que acá arriban anualmente.

Ahora bien, que no aparezca un rozagante y bien preparado doctor que abandonó una misión médica cubana. Las televisoras lo disputan y se lo quieren comer a besos. Serán reyes o reinas por unos días. Luego vendrá la realidad. Yo conocí en el Miami Dade College a uno que desertó en Venezuela. Profesor no era, ni siquiera oficinista. Limpiaba los pisos de las aulas y los pizarrones de nueve de la noche a dos de la madrugada. Yo hacía lo mismo. Andando el tiempo me lo encontré. Se había hecho técnico de rayos X. Ya lo dijimos: llegan y les hacen loas como si fueran héroes de la Segunda Guerra Mundial.

Después, allá ellos: los olvidan y el “pastel” no siempre sabe a pastel.