Con la Revolución Francesa nacieron los Derechos del Hombre y con la Revolución Norteamericana se materializó un sistema político que supera, por su elasticidad y plasticidad, la monarquía parlamentaria inglesa, la cual en muchos aspectos terminó adoptando sus rasgos generales.
El sistema político nacido en 1783 no es actualmente el mismo, y a lo largo de sus dos siglos de existencia, ha ido evolucionando, permitiendo mayor inclusividad y más protección a los derechos que la humanidad ha modelado paulatinamente a través de un silencioso consenso mayoritario.
Trump llega al poder en la pica de un discurso populista de esos que sólo se escuchan en tiempos de insurrecciones revolucionarias.
En el momento de su designación como candidato hubo otro con un discurso similar, pero de ideas diametralmente opuestas: Bernie Sanders. Claro, el señor Sanders, mucho más claro y sosegado en sus ideas que el Sr. Trump, tiene la mejor de las virtudes y es que dice lo que piensa, sabe lo que tiene en mente y sostiene los criterios democráticos que fueron conquistados en teoría por el liberalismo, movimiento ideológico que puso en tela de juicio a las monarquías europeas y sirvió de inspiración a los procesos que transformaron el mundo social, económico y político a partir del siglo XIX.
Pero Sanders era demasiado real para el “establishment” progresista, con una prédica contraria a las hipocresías discursivas al uso. Demasiado sincero. Por tanto, cuando todo indicaba que podía ser el candidato presidencial demócrata, sacaron del sombrero mágico a un personaje de la familia real, de esas que informalmente ostentan los verdaderos poderes del país: Hillary Clinton, quien indefectiblemente estaba dada a perder las elecciones, porque tanto las denuncias de Trump, como las de Sanders, eran muy ciertas y sus propuestas, como ella misma, eran parte de ese lodazal al que se refería el Sr. Donald Trump y el propio Sanders durante la campaña.
En su segunda aspiración presidencial era evidente que difícilmente perdiera ante la debilidad del gobierno demócrata precedido por el presidente Biden, resultando electo abrumadoramente. De los factores que influyeron en ese éxito hubo dos de gran peso: la enorme ayuda militar de Washington a Ucrania, que era mal visto por la mayoría ciudadana y el problema migratorio, asunto que es motivo de debate desde hace largo tiempo y que Los Estados Unidos de Norteamérica deberá resolver tarde o temprano, aun a costa de sacrificar por un tiempo a determinados sectores de la economía.
Desde su primer período ya Trump se veía inclinado a cambiar algunos aspectos tradicionales de la política exterior estadounidense. Entre ellas su injerencia en los asuntos internos de otros países, al menos en lo referido a limitar la presencia militar en el exterior e incluso llegó a decir que “no tenemos que ser policías del mundo”.
El segundo período presidencial ha concretado algunos aspectos de los cuales ya teníamos adelantos en el primero. En el asunto de las guerras, consistente en disminuir gastos de guerra en el exterior, vemos que se cumple con su posición frente al conflicto de Ucrania, el más reciente entre India y Pakistán y su pragmatismo frente al cambio de gobierno ocurrido en Siria. Esa postura no significa ni ha implicado disminuir la fortaleza militar del país, especialmente cuando ya son varios las naciones que pueden desafiar el poderío estadounidense. Para ser consistente con ese propósito ha aumentado el presupuesto de defensa, en especial la aviación, la marina y el desarrollo nuclear a través de nuevas tecnologías.
Pero el errático y a veces caótico presidente, por sus características personales y el equipo de personas que lo han apoyado, entre ello grandes líderes mundiales de la extrema derecha que han mantenido una relación, ocasionalmente bastante estrecha, indicaba que además del lema “Hacer América Grande de Nuevo”, también impulsaría otro movimiento para “Hacer Grande a la Derecha Internacional”.
No obstante, el último viaje por el oriente y otros asuntos deja indicaciones que necesariamente este no es un objetivo que le atraiga. Su único plan está relacionado con llevar a cabo una política nacionalista acérrima y decimonónica, más cercana a la época del despojo colonial, que al “Commonwealth of Nations” de Gran Bretaña, o la “Solidaridad Proletaria” del breve tiempo de existencia soviética.
Una prueba de ello es que a Trump no le interesa beneficiar a quienes comparten con él sus ideas extremas de derecha. Ejemplos los tenemos respecto a las tarifas y otras aventuras económicas de grandes consorcios estadounidenses.
Orban, presidente de Hungría, ha recibido críticas de Trump por sostener relaciones estrechas con China, al margen del apoyo y simpatía que siempre ha recibido de dicho mandatario.
También podemos mencionar a Argentina —liderada por el iconoclasta favorito de Musk, Javier Milei— y de El Salvador —liderado por Nayib Bukele, un autoritario amante de las criptomonedas dispuesto a convertir las cárceles de su país en un gulag estadounidense— lejos de recibir exenciones arancelarias les ha aplicado las mismas tasas que a gobiernos de izquierda como Colombia y Brasil.
Narendra Modi, el primer ministro de la India, gran admirador suyo recibió recientemente el anuncio de que la compañía Apple mudaba sus inversiones de China para ese país. Trump en lugar de agradecer a Apple por abandonar al contrincante asiático, criticó la decisión sin considerar que el gesto beneficiaba a un aliado en pensamiento y acción.
En gira por el oriente hizo una serie de arreglos, incluyendo a los Hutíes, una especie de tribu organizada que ocupa prácticamente Yemen, pero que en sí no son un país sino un grupo belicista, armado, sin territorio que los defina. Del mismo modo habló con Ahmad Shara, el antiguo terrorista, de acuerdo a la etiqueta estadounidense que le valió vivir por muchos años sujeto a una recompensa de diez millones de dólares, para cualquiera que informase de su paradero. Donald Trump, borrando aquel pasado de un día para otro, se entrevistó con el nuevo ocupante de dicho territorio para garantizar presencia militar en un área que Washington no puede descuidar.
En ninguna de las gestiones estuvo presente ni se tomó en cuenta al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, furibundo extremista de derecha.
Otro dato interesante que se añade a la interpretación que podemos hacer sobre el nuevo dueño de la Casa Blanca, es que parece faltarle interés por crear un movimiento global constituido por la extrema extrema derecha internacional, en contraposición al progresismo y el liberalismo.
La otra es que, para alcanzar ese nacionalismo extremo, está dispuesto a terminar con la democratización existente en las instituciones de un estado que existe, se desarrolla y crece desde hace más de 250 años.