
Cuando digo esto me refiero a que la estabilidad de Venezuela, los peligros, la tragedia y las pérdidas humanas que se avecinan para una ciudadanía que siempre se ha destacado por su modo pacífico y laborioso de vida, parecen estar a punto de comenzar.
En Los Estados Unidos de América el ciudadano en general no está claro de lo que ocurre, porque otros asuntos domésticos los tienen más cautivados. Pero también un hecho de esa naturaleza tampoco los atemoriza ni les preocupa mucho porque están educados en ser el país más poderoso del planeta. En los casos de China y Rusia son más cautos porque tienen mejor conocimiento de “la destrucción mutua asegurada” que implicaría una guerra nuclear con una de esas potencias y cuya realidad motivó el acuerdo durante la Guerra Fría de establecer la política llamada Coexistencia Pacífica.
Pero Venezuela o cualquier otro país que no sea nuclear y aun los países nucleares de menor envergadura, no preocupa a la mayoría ciudadana estadounidense.
Dada esa situación el presidente Trump puede jugar un poco al deporte que más le gusta: mostrar el poderío militar que tiene bajo su mando y ningún escenario mejor que un país como Venezuela que ha sido satanizado con la etiqueta de dictadura desde hace años y cuyas elecciones partidistas, a las cuales siempre han asistido observadores, se vienen realizando con la periodicidad establecida.
La otra parte de su deporte favorito es una continuación de los anterior: mostrar cómo puede hacer estallar por los aires montañas con sus bombas gigantescas, de las cuales es el único poseedor, atacando furtivamente con un crecido número de cazas bombarderos y de combate, el territorio iraní. Eso también lo puede hacer en Venezuela. Claro necesita una justificación contundente, pero para aclarar la movida, le notificó al Congreso que no está en guerra con ningún país, algo que sería contradictorio con un amante de la paz como él, aspirante además al Premio Nobel que se otorga por ese concepto. De modo que la notificación especifica que Los Estados Unidos están en “un conflicto armado no internacional”. Exactamente lo mismo que hizo Bush para comenzar una movilización militar que culminó finalmente en el vergonzoso ataque a Irak.
El miércoles 15 de octubre se ha divisado por la zona un bombardero B-52, aparato sólo utilizado para enfrentar a un enemigo nuclear. Tiene en el área del Caribe próximo a Venezuela 10,000 efectivos, cantidad que hace dos semanas eran sólo 4000. Ha colocado aviones F-35 de combate en la base aérea de Puerto Rico. En fin, es toda una parafernalia militar que muestra un enorme poderío que todos conocen, pero que Trump, vivo ejemplo del pretencioso, gusta alardear de ser su administrador.
En medio de esto los halcones de la izquierda ya anticipan “otra derrota del imperialismo”, como la sufrida por un grupo de cubanos reclutados por Washington y entrenados por sus militares en Guatemala que, en 1961 desembarcaron en Cuba y fueron capturados al tercer día, no sin antes infringir varios cientos de muertes a la milicia cubana. En situación confusa y donde resultaba evidente y hasta conocida en detalles la participación de los organismos de inteligencia y fuerzas del ejército estadounidense, Cuba clamó que aquello había sido “la primera derrota del imperialismo en América”.
Ciertamente aquello fue la primera vez que una maniobra para derrocar un gobierno le fallaba al Tío Sam. Pero aquello de “derrota”, como hipérbole y consigna unitaria para afianzar la confianza popular, estaba bien y reflejaba una realidad. La que presenciamos en las últimas horas no tiene comparación.
Es cierto que después de la Segunda Guerra Mundial, Los Estados Unidos de América no han ganado una sola guerra, porque Corea, Vietnam, Irak, Afganistán y cuanta escaramuza han provocado, terminaron sin triunfo. Todas fracasaron y finalmente llegado a un punto de no avance, no tuvieron otra opción que la retirada.
El capítulo final de todas esas guerras fue la enumeración silenciosa de millones de muertos. En Irak solamente hubo más de dos millones y un puñado de estadounidenses. Donde más muertos tuvieron Los Estados Unidos fue en Vietnam que de acuerdo al parte oficial, alcanzó la cifra de cincuenta mil soldados.
Este es precisamente el caso preocupante de Venezuela. En primer lugar, la administración Trump ha recalcado que no le interesa una guerra con Venezuela, porque el motivo de la movilización, según ellos, es acabar con el narcotráfico proveniente de Venezuela (el cual según expertos es insignificante) y para lograrlo hay que apresar a Nicolás Maduro, quien según la leyenda elaborada por dicha administración, está al frente de una organización de narcotraficantes, facilitando las estructuras del Estado para que lleven a cabo sus operaciones. O sea, Maduro es el objetivo según esta historieta y la finalidad no es que renuncie, sino reclamar su extradición una vez que esté fuera del poder y presentarlo ante los tribunales estadounidenses.
Los conocedores del caso venezolano ya le han anticipado a Trump que no espere capitulación por parte de Nicolás Maduro. Algo que apruebo y admiro porque todo esto se trata de una jugada para provocar un cambio de régimen en un país ajeno, independiente y que no tiene razones para someterse a los designios de la administración Trump ni ninguna otra. Menos aún ante una acusación que todas las fuentes internacionales serias ponen en dudas y ni siquiera la Casa Blanca ha sido capaz de presentar prueba alguna como en su momento lo hizo con el caso de Manuel Noriegas.
Tenemos que pensar entonces que la idea de que esta operación militar se centra en el narcotráfico es pura propaganda, porque «Venezuela no juega un papel desproporcionado en el narcotráfico». Y si bien Venezuela posee las mayores reservas de petróleo del mundo, Estados Unidos cuenta con «otras fuentes de hidrocarburos más fáciles» y por tanto aunque éstas son importantes no son imprescindibles y mucho menos valen la muerte de algunos cientos de jóvenes estadounidenses (sin mencionar los miles o quizás millones del otro lado). La razón «más plausible», entonces, es que Trump se enfrenta a Maduro porque puede. «A pesar de toda su retórica pacifista», Trump disfruta de las «demostraciones del poder duro estadounidense», y Venezuela, un estado socialista que «no le cae bien a muchos», es un blanco fácil para una «pequeña y espléndida guerra». Quizás en esto se centre el instinto de Trump y en el convencimiento facilitado por el asesoramiento de su secretario de estado Marco Rubio, de que un intento por derrocar al régimen de Maduro no provocará una «guerra de guerrillas» que desencadene un «caos regional» y migración masiva.
Para colofón acaba de autorizar a la CIA para que actúe con vía libre dentro de ese territorio, para sabotear, matar, planear asesinatos y brindar información al ejército allí estacionado, esperando la nefasta hora de matar por matar.
Sea cual sea el hilo de pensamiento que ha llevado a esta administración errática a crear este nuevo y luctuoso escenario, lo cierto es que una guerra con Venezuela no va a ser ganada, de igual modo que ninguna de las anteriores lo ha sido, pero va originar miles, cientos de miles de muertos latinoamericanos y crear una desestabilización en el hemisferio como jamás antes existió.
Para apresar a Maduro o más fácilmente, para asesinarlo no hace falta ocupar la región, pero sí será necesario causar mucha destrucción y unas decenas de muertos de las fuerzas especiales estadounidense.
La única fuerza militar venezolana, con la tecnología moderna, capaz de enfrentar una guerra convencional de estos tiempos, está compuesta por 24 SU30 rusos, que según dice la CIA, la mitad está falta de mantenimiento o deficientes y no resistirán mucho tiempo a los miles de efectivos aéreos del Norte. Eso lo saben todos los que lo saben y valga la redundancia.
La guerra no la ganará Trump, porque dice que no hay tal guerra sólo un narco a quien atrapar y un estado al cual contener como cómplice de sus operaciones. Se retirarán dejando atrás miles de decenas de muertos y misión cumplida. Que nadie espere que Rusia o China hagan algo más que protestar porque estas operaciones relámpagos no dan tiempo para mucho más.
Por tanto, repito que veo la situación lúgubre y sólo confío que, a nivel internacional, la negociación, sin calentar mucho la jaula de la fiera que babea de rencores en Washington, sea lo más prudente posible y que los halcones de ambos lados se retiren por unas horas a sus madrigueras.
Si en este devenir del que hemos hablado se produce un secuestro o el asesinato de Nicolas Maduro, sería un aldabonazo imperial más sobre América Latina. Y a la manera que miccionan los perros para marcar el territorio en donde habitan, así será simbólicamente dentro del Hemisferio Americano, esta movida del país que José Martí tildó de monstruo en su última carta al amigo mexicano Manuel Mercado.










