Días atrás volví a recordar una bronca a plena luz del día en el parque Roosevelt, en la intersección de la Avenida Cabada con la calle Roldán de la ciudad de Pinar del Río, calle donde viví desde los tres a los veinte años de edad. La recordé en la esquina que antes fue un arbolado y agradable parque, punto de reunión de los muchachos del barrio donde los pocos que teníamos patines competíamos para ver quién era el más veloz. En esa competencia recuerdo a Pancho Pepe, a Corvea, que sería artilleros de un B-26 cuando Playa Girón y luego sería piloto de Cubana de Aviación. En los bancos del parque conversábamos a las sombra del follaje de los árboles y golosos observamos las siluetas de botellitas de Coca Cola de algunas hembras que pasaran (utilizo el término hembra porque entonces en casi todos asomaba el machismo). Alguno inició allí un futuro cáncer en los pulmones con su primer cigarrillo, que lo hizo toser y creerse más mundano que Arturo de Córdova.
Era nuestro campamento del que siete u ocho aventureros partíamos hacia el río Guamá, dejábamos las ropas sobre piedras o yerbajos y encueros nos lanzábamos a nadar tratando de imitar las brazadas de Johnny Weissmuller, de Tarzán, quien con un cuchillo entre los dientes se lanzaba al agua y enfrentaba al enorme cocodrilo que iba a atacar a Jane, su mujer, o a Boy, su hijo.
El parque, a principios de la Revolución, fue arrasado por un poderoso bulldozer sin que se supiera por qué. A partir de entonces, los autos, en vez de aminorar velocidad para circuirlo, siguen en línea recta. No recuerdo si la estatua en la plazoleta central era la de Teodoro o la de Franklin Delano, pues simplemente le decíamos Parque Rusber, sin complicarnos en historia u ortografía.
Voy a Cuba y siempre visito Pinar del Rio para ver a los viejos compañeros que allí me quedan. Al barrio, religiosamente no falto y siempre cuando paso por la esquina de Cabada y Roldán, me pregunto: “¿Por qué coño un bulldozero arrasó con nuestro parque?”
Días atrás, de visita en Cuba y luego de los destrozos que provocó el huracán Irma, una vez más me detuve en la esquina del Rusber. El huracán, aunque no afectó Vueltabajo hizo que se pospusieran las fiestas por el 150 aniversario de conferírsele el título de ciudad a Pinar del Río, nombre que nació por los extensos pinares que la rodeaban la villa y el río al que los indios llamaban Guamá.
En esa ahora desolada esquina, sin el arbolado parque, recordé un triste hecho de aquella época en que los patines eran de yerro y de cuatro rueditas y se ajustaban al borde de las suelas de los zapatos. Lo que entonces contemplé me repugnó. Dos mujeres se entraban a golpes. Eran prostitutas, cuarentonas, con grasa de sobra sobre las carnes flojas. Al principio, una de ellas, ya con una teta como gelatina fuera del ajustador. Entre malas palabras, empujones, trompadas y jalones de pelo quedaron medias desnudas. Sus rostros eran toscos, vulgares.
Sabía que vivían al final de la calle, por la vega, en maltrechas casuchas sin siquiera agua corriente. Yo era un jovenzuelo y ya dije que aquello me repugnó. Pero ahora, con más años, con algo más de experiencia, habiendo visto más mundo, observando el pavimento que el sol casi hacía hervir en ese cruce de calles donde existió el Rusber y se dio aquella tosca pelea bajo una de sus matas, al recordar sentí pena, lástima por aquellas dos infelices que seguro eran del campo, nunca tuvieron ni una escuelita de madera con una sola maestra para impartir los seis grados de la primaria y que emigraron a la capital de la provincia en busca de una vida menos miserable de la que tenían. Pero eran feas y rollizas y no la debieron aceptar ni en los dos prostíbulos ni en los bares con habitaciones al fondo.
Era la época. La misma época que muchos tratan de embellecer, sobre todo aquí, en Miami. Prostitutas, por supuesto, siguen habiendo en la Isla. El cubano las llama jineteras. Éstas, también, son unas pobres muchachas, pero en otro sentido. Digamos pobres de mente, de perspectivas o de ética, pues éstas, de quererlo, tienen oportunidades que ni soñar podían aquellas dos infelices mujeres. Becadas por la Revolución fueran médicos, ingenieras, veterinarias, abogadas, directoras de una cooperativa, aeromozas, atletas, diputadas al Poder Popular. Pero no quisieron esforzarse. Prefirieron la vida fácil, atraer al turista para con dólares lucir solo por fuera. Sí, son putas, puras putas también, pero en nada similares a aquellas infelices de antaño que argolladas por su terrible situación económica optaron por tan antigua profesión.
No las culpo. Ni a las de antes ni a las de ahora. En La Florida la prostitución es prohibida por ley, pero por Miami también andan y no pocas, algunas en fingidos salones de masajes. Pero no hay de qué sorprenderse: pululan en el mundo entero. Nuestra jineteras buscarán vivir como en las películas de Hollywood que a diario ponen en la televisión. Pero a mis dos pobres y feas putas que en el Rusber vi pelear, no solo no las culpo, me dan tremenda lástima y si el Cielo existe, quisiera que Dios las tenga a su vera.
Les habló, desde Miami, Nicolás Pérez Delgado.