Herbert Anaya Sanabria y Julius Fucik. Reportajes de dignidad desde el infierno imperial.

 

Por Douglas Calvo Gaínza

Herbert Ernesto Anaya Sanabria (1954-1987) fue un salvadoreño de origen humilde, quien se convirtió en poeta, ensayista y activista pro Derechos Humanos en el Salvador oprimido por las hordas al sueldo de Kissinger y Reagan. Dada su valerosa denuncia de los atropellos del régimen pro-imperialista, él fue ultimado a balazos delante de su familia. Ésta última (encabezada por su viuda, señora Mirna Perla, una de las más importantes luchadoras sociales de ese país) se dedica hoy a encontrar a muchos de los niños secuestrados por el Ejército mercenario durante las carnicerías realizadas contra la población civil. La doctora Perla y su Colectivo de Derechos Humanos han localizado a cientos de esos infantes desaparecidos – dramática importación a nuestros lares del programa hitleriano Lebensborn – y han devuelto a muchos a sus familias originales.

Durante su detención arbitraria, Herbert Anaya escribió en la cárcel un testimonio que refleja a la perfección las emociones e interioridades psicológicas que experimenta un ser humano ante la sádica tortura. Personalmente, sólo el “Reportaje al pie de la Horca” de Julius Fucik ha logrado impresionarme cómo lo hizo ese escrito redactado en nuestra América, y en nada desmerecedor de la honra dignamente tributada al del gran mártir praguense.

Sea el checo en la cárcel de Pankrác en septiembre de 1945, o sea el centroamericano secuestrado en la Policía de Hacienda en mayo de l986, como quiera ambos siguen casi una misma doctrina literaria al describir los horrores de su inmersión en las fauces de dos trituradores poderes imperiales (la Alemania nazi y el Imperialismo yanqui). A la par, uno y otro describen primero la captura brusca y terrible, y su conducción rumbo al auto oscuro que, cual ataúd prefigurado, los acarreará hacia su calvario al coro de rígidos ladridos en alemán o de niñas llorosas clamando en amargo español[1]. Luego las espantosas golpizas, cuando “Los instantes constituyen el agujero negro que encarcela el tiempo sin dejarlo volar como al ave de mis sueños, los minutos se vuelven espacios de tiempo interminables, el cuerpo vibra cual agua agitada, el rostro  arde, insiste en el preludio de un holocausto, la naturaleza humana se percibe sin romanticismo, sin libido de bohemio, sin serenidad platónica; nos convertimos simplemente en el hombre frente al cadalso, sin posibilidad frente al animal que afila la espada para herirte preparando el lecho de rosas de Cuauhtémoc con la tranquilidad pasmosa de cancerbero ¡Sí, y por qué no decirlo!, para trasladarte a las aguas hediondas del sufrimiento, a una realidad inconcebible por los sentidos.” (Anaya).

Ante el tormento, tanto el comunista europeo como el activista americano se elevan por sobre las inhumanas sensaciones de su cuerpo, desafiando estoicos al dolor con esa increíble reserva de voluntad triunfadora que se alberga en sus almas grandes[2]. Los verdugos nazis y pro-yanquis, como sacados de un mismo molde bestial, exhiben iguales comportamientos deshumanizados[3]; los dos cautivos, sin dudas forjados en idéntica fragua heroica, no permiten al enemigo vencer sobre el reducto imbatible de su corazón[4]. Es ésta la fortaleza inexpugnable que distingue al ser humano de la fiera, y con su ardor echa por tierra los helados designios de las máquinas totalitarias al estilo del Tercer Reich o de los productores en masa de drones exterminadores de infancias tercermundistas.

Por eso es que ni uno ni otro torturado odian a sus verdugos. Comprenden (¿intuitivamente?) que como bien dijera Simone Weil: “Es imposible perdonar al que nos ha hecho mal, si ese mal nos ha rebajado. Hay que pensar que no nos ha rebajado, sino que nos ha revelado nuestro verdadero nivel.” (La gravedad y la gracia). Los tormentos los llevan a su “Yo” más íntimo e imperecedero: un heroísmo incógnito quizás para ellos mismos, pero que como olímpica gracia los transfigura y eleva por la eternidad a las páginas de la Historia indeleble, de la Resistencia perenne y de la más plena Humanidad. Categoría esta última que aparece una y otra vez en sus meditaciones adoloridas y crispadas[5], cuando sin auto-compasiones, como todos los héroes, ambos prisioneros saben trascender su propia tragedia personal y desde la mazmorra abarcar con su aliento reafirmador al género humano completo, y en especial a ese segmento de éste que se rebela contra la opresión[6].

No hay en estos relatos ni una pizca de derrotismo. No se huelen los Misereres. Los golpes, bofetadas, humillaciones, amenazas, sólo engrandecen a esos gigantes de nuestra especie que, como Anteo, parecen tocar ese árido desierto del sufrimiento ilimitado tan solo para regenerarse y cobrar mayores fuerzas. Así, Fucik reafirma sobre sí mismo que: “Amaba la vida y por su belleza marché al campo de batalla. Hombres: os he amado. Fui feliz cuando correspondíais a mi cariño y sufrí cuando no me comprendíais. Que me perdonen aquéllos a quienes causé daño. Que me olviden aquéllos a quienes procuré alegrías. Que la tristeza jamás se una a mi nombre. (…) Llorad un momento, si creéis que las lágrimas borrarán el triste torbellino de la pena, pero no os lamentéis. He vivido para la alegría y por la alegría muero. Agravio e injusticia sería colocar sobre mi tumba un ángel de tristeza.” Y el activista se dirige a sus adversarios así: “Hay algo que quiero decir a los captores (agentes de la policía de hacienda que le privaron de libertad ambulatoria, los que le torturaron física y psicológicamente): Les agradezco haber ayudado a depurar mi concepción de la lucha. En verdad, la tortura da la dimensión real del valor de justicia y de paz. Una cosa debe quedarles clara, las amenazas, las presiones, las golpizas, en fin, el odio, son reflejo infame del estandarte sin razón que los cubre, que los oculta; pero mucho mejor que el uniforme de la muerte deslucido gallardamente por ustedes…

 

¿Será casual que el libro de Fucik termine con un “Hombres, os he amado.”? ¿Azar el que Anaya confirme que el esbirro que se asombra ante su resistencia “un día entenderá, que alguien así tiene más que sus razones para “no colaborar”, porque estaría atentando contra su escala de valores, la visión y concepción del mundo nuevo, del hombre, ciertamente amante por su capacidad de conjugar el verbo: amar”? Sin dudas no: el revolucionario es movido por grandes sentimientos de amor, afirmaba el Che Guevara[7].  “Todos los árboles de la tierra se concentrarán al cabo en uno, que dará en lo eterno suavísimo aroma: ¡el árbol del amor—de tan robustas y copiosas ramas, que a su sombra se cobijarán sonrientes y en paz todos los hombres!” (Martí). Sólo que el amor nunca es neutral, sino que se halla invariablemente conjunto con “el hambre y sed de justicia” pregonados por Jesús de Nazaret. Por ello es natural que Anaya Sanabria concrete así su propia esencia vital: “La preocupación de no trabajar por la justicia, es más fuerte que la posibilidad cierta de mi muerte, ésta no es más que un instante, lo otro constituye la totalidad de mi vida.”

Finalizando, aunque mundialmente se reconoce en masa el escrito del checo, nos falta una tarea ingente: hay que divulgar más este testimonio salvadoreño; esa tremebunda proclama pacifista[8], donde se mezclan simultáneos el lenguaje popular y a veces obsceno, con una profundidad vivencial que abruma por su elocuencia, y recursos literarios asombrosos para un hombre preso, apaleado y sumergido en el más aterrador peligro. Escritas no en la comodidad de un estudio, sino entre las fauces de una bestia sin alma, las páginas de Anaya honran al hombre latinoamericano, siempre agredido por las venenosas fuerzas procedentes del Norte revuelto y brutal. Y además nos legan un mensaje definitivo y aplicable a cualquier latitud, bellamente expresado en palabras de Rosa Anaya, hija del activista asesinado, quien le inquiere al asesino: “Le pregunto si después de tantos años ha logrado comprender quien fue realmente el torturado, ha logrado entender que sus múltiples técnicas de tortura muy bien elaboradas para quebrar uñas y huesos, infligir dolor al cuerpo humano… no pueden y jamás podrán llegar a eso que para usted es inexplicable que se llama la conciencia, el amor por la verdad.”

 

Afortunadamente, ningún poder imperial, sea la Asiria de Asurnasirpal, la Mongolia de Genghis Khan, la Alemania de Hitler o la América de Bush, puede alcanzar la categoría de “conciencia”. Ése es su talón de Aquiles y la causa de su invariable caída histórica. Por ello, “Es posible para un solo individuo desafiar todo el poder de un Imperio injusto y salvar su honor, su religión, su alma, a la vez que se coloca el fundamento para la caída o regeneración de ese Imperio” (Gandhi[9]). Por ello aunque nadie conozca o recuerde jamás el nombre de los embrutecidos SS o esbirros centroamericanos, durante eras sin fin la humanidad sensible sí seguirá estremeciéndose de pavor, admiración y orgullo al leer los testimonios escritos con sangre en plena faz del infierno Imperial, por los héroes antiimperialistas Julius Fucik y Herbert Ernesto Anaya Sanabria.

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