
La geopolítica mundial es construida por las superpotencias (actualmente Estados Unidos, China y Rusia) cuyos desempeños y relaciones mutuas crean ecosistemas mundiales que condicionan las realidades internacionales, política, comercio, finanzas, cultura, etc., en las cuales conviven todos los estados.
Si bien hoy, debido a los avances democráticos globales que han dado lugar a la mayor independencia de los países y a su participación en estructuras multilaterales, gubernamentales y no gubernamentales, han aparecido las potencias emergentes y existe una mayor presencia de sus líderes en los asuntos mundiales, todavía la influencia de las potencias que hace más de 80 años diseñaron los cánones y estructuras del sistema político internacional es decisiva.
Debido a la correcta lectura de las realidades de su tiempo, en momentos decisivos para la civilización, los países rectores del clima político mundial, adoptaron la coexistencia pacífica, convertida en norma jurídica por la Carta de la ONU cuya letra y espíritu son inequívocos: Igualdad soberana de los estados, soberanía y autodeterminación nacional y solución pacífica de los diferendos.
En medio de los esfuerzos y las tensiones de la guerra, el proceso que condujo a las nuevas realidades y estructuras fue ejemplarmente democrático y participativo.
En junio de 1941 los representantes de Gran Bretaña, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, así como nueve gobiernos europeos en el exilio que tenían sede en Londres (Bélgica, Checoslovaquia, Grecia, Luxemburgo, Países Bajos, Noruega, Polonia, Yugoslavia y el general Charles de Gaulle), firmaron una declaración que puntualizó: “La única base cierta de una paz duradera radica en la cooperación voluntaria de todos los pueblos libres que, en un mundo sin la amenaza de la agresión, puedan disfrutar de seguridad económica y social. Nos proponemos trabajar, juntos y con los demás pueblos libres, en la guerra y en la paz, para lograr este fin.
En agosto del propio año, Franklin D. Roosevelt, presidentes de los Estados Unidos y Winston Churchill primer ministro de Gran Bretaña, suscribieron la Carta del Atlántico que estableció las bases de la coalición mundial antifascista que, junto a los propósitos de la lucha contra los nazis, apuntó a la creación de las bases de la convivencia pacífica en el mundo de la posguerra basado en: “…Un sistema de seguridad general, amplio y permanente”.
En enero de 1942 en Washington se emitió la Declaración de las Naciones Unidas, término acuñado por Roosevelt y utilizado por primera vez en este documento. Entonces 26 estados que estaban en guerra con las potencias del Eje, encabezados por: Estados Unidos, Unión Soviética, Reino Unido y China, suscribieron el documento que, con la firma de otros 20 estados dio lugar a la coalición mundial anti fascista.
En el ínterin se efectuaron las conferencias cumbres en Moscú y Teherán (1943) y Yalta y Postdam (1945) donde se aprobó en principio el texto de la Carta redactado por representantes de todos los países, se escucharon las reservas de algunos, especialmente los latinoamericanos respecto al veto, lo cual fue considerado en la Conferencia de Chapultepec (1945) en la que, convocados por México, participaron los estados latinoamericanos.
En Yalta fueron acordadas las reglas para la votación en la organización, incluida la “cláusula de unanimidad”, según la cual, cuando se trate de asuntos asociados a la guerra y la paz, la seguridad internacional y al uso de la fuerza por la organización, se requería la aprobación de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad.
Tres años después, en 1945 en la Conferencia de San Francisco, California, fue suscrita la Carta de la ONU a cuya firma fueron convocados los países que, en marzo de aquel año, hubieran declarado la guerra a Alemania y Japón que obviamente, junto con sus aliados, fueron excluidos.
El proceso que dio lugar a la ONU y a su Carta, y que constituye la base del “mundo basado en reglas”, se desplegó a lo largo de unos cuatro años (1941-1945), regido por las grandes potencias de entonces, curiosamente las mismas de hoy y en cual, en un ambiente razonablemente democrático, participaron todos los estados constituidos de entonces, la mitad de ellos de las Américas.
Las reglas a las que se alude son: la igualdad soberana de los estados, la independencia, soberanía y autodeterminación deberían ser sagradas. Es cierto que la cláusula de unanimidad que da lugar al veto (reafirmada en Yalta, aceptada en Chapultepec y acordada en San Francisco), otorga a las potencias el privilegio de no ser nunca juzgadas ni condenadas por Naciones Unidas.
Si bien, mal utilizado el veto es como una patente de corso que permite, entre otras cosas irrespetar la soberanía de otros países y violar así la Carta y proteger a sus aliados como ocurrió con Estados Unidos en decenas de casos, así como con la Unión Soviética (Rusia), Gran Bretaña, Francia y China en muchos menos, aunque bajo el mismo manto, el veto fue una solución encontrada entonces y que puede ser mejorada.
Actualizar y modernizar la Carta de la ONU, democratizar, hacer más eficaz a la organización, elevar la participación de las potencias emergente y las entidades internacionales, son necesidades del momento, lo cual ampliará los rangos del multilateralismo y la pluralidad de poderes, pero ello no puede hacerse mediante la guerra ni con renuncia a lo alcanzado.
Ignoro cuáles son las reglas internacionales a las que algunos países quisieran renunciar y cuáles prefieren a cambio, pero no pueden ser la igualdad soberana de los estados, la soberanía ni la independencia nacional. Tampoco la integridad territorial ni el respeto a las fronteras. Aquello que, principios es válido para unos estados, es válido para todos. Allá nos vemos.










