El fantasma de la injerencia

Nubes borrascosas y luctuosos buitres avanzan llevados por turbulentos vientos sobre el continente suramericano.

Armas de destrucción masiva y vínculos con Al-Qaeda, fueron las justificaciones para atacar a Irak a raíz del derribo de las Torres Gemelas. Ambas acusaciones resultaron falsas y una coalición de países que irresponsablemente aceptaron las acusaciones se unieron a las fuerzas estadounidenses para la invasión de ese país.

Tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y transcurridos dos años, Estados Unidos declaró la guerra a Al Qaeda, un actor no estatal que opera en múltiples países. Al ocurrir esta declaración inusitada de guerra, algunos juristas objetaron, aduciendo que la administración Bush estaba forzando las reglas para justificar el uso de poderes en tiempos de guerra, contra un grupo que intentaron comparar con un estado o una organización militar organizada en lugar de la banda criminal de grupos dispersos que realmente integraban.

Sin embargo, el Tribunal Supremo dictaminó que el conflicto con Al Qaeda era una guerra real. Convalidó la legalidad del uso por parte de la administración Bush de los poderes en tiempos de guerra para mantener a los miembros de Al Qaeda capturados en detención indefinida sin juicio, a la vez que afirmó que el gobierno estaba obligado por las Convenciones de Ginebra a tratar a estos prisioneros con humanidad y a no torturarlos.

Recientemente, Washington comenzó a utilizar la fuerza militar para patrullar una parte de las aguas del Caribe, en especial las más próximas a las costas venezolanas. No bastando con una movilización sólo concebible como respuesta a una guerra declarada, están destruyendo toda embarcación cuya trayectoria se origine en Venezuela, matando de modo extrajudicial a sus tripulaciones.

Para justificar estos actos y sin pruebas de ninguna índole, han acusado a sus tripulaciones de narcotraficantes, a la vez que conceptualizan la acción de ingresar drogas al territorio estadounidense como un acto de guerra y de inmediato, para darle alguna lógica a la ruindad, acusan a sus participantes de terroristas. Porque de acuerdo con este galimatías leguleyo, se trata según ellos (Donald Trump y su gabinete de personas serviles) de combatientes no declarados y los cárteles a los cuales pertenecen como “organizaciones terroristas designadas”. Quiere decir que todo encaja para ser víctima de los cañonazos y misiles que los hacen volar en pedazos sin prueba de ninguna índole ni apelación posible.

Sustentado en estas nuevas definiciones y al margen de los principios jurídicos internacionalmente aceptados, incluyendo a los mismos Estados Unidos de Norteamérica, la Casa Blanca envió una nota al Congreso que detallando lo señalado hasta aquí, incluía un párrafo que reza del siguiente modo:

“Con base en los efectos acumulativos de estos actos hostiles contra los ciudadanos e intereses de Los Estados Unidos y naciones extranjeras amigas, el presidente determinó que Estados Unidos está en un conflicto armado no internacional con estas organizaciones terroristas designadas”.

A partir del 11 de setiembre de 2001, el término terrorista ha sido vestido y revestido con diversos ropajes, dirigidos siempre a acomodar las arbitrarias decisiones agresivas o de índole puramente imperial, que el gobernante estadounidense de turno determine.

Ahora los narcotraficantes son terroristas y como tal pueden ser cazados en los montes como alimañas o enjaulados como monstruos salvajes donde se les somete a los maltratos del carcelero de turno.

Tuvimos un caso durante el gobierno de Ronald Reagan en 1989 en que Washington ordenó la invasión de Panamá. En esa oportunidad el término terrorista no había sido prostituido aún de la manera vergonzosa que actualmente se cambian las definiciones y el concepto de los vocablos.

La justificación para aquel acto de guerra fue la de siempre: la seguridad de USA. Pero no se asoció con la palabra “terrorista”, quizás porque aquel gobierno disponía aún de cierta ética.

Según los sucesos del momento, el Sr. Noriega había establecido vínculos con el narcotráfico y eso lo convertía en una amenaza para la seguridad estadounidense. En realidad, la razón de peso fue que Noriega desafió los intereses de Los Estados Unidos sobre el canal y se opuso a las presiones de Washington para que abandonase la Presidencia del país. El resultado final fue la movilización de 22,000 efectivos militares y una batalla en el barrio obrero El Chorillo que según cálculos puede haber ocasionado la muerte de miles de personas, aunque el número exacto nunca ha podido ser corroborado, lo cual indica que los muertos deben haber superado los cuatro dígitos.

En estas semanas estamos viviendo una situación semejante a los años 1989 y 2003.

Venezuela no tiene armas de destrucción masiva, pero está relacionada con el narcotráfico y los traficantes, que ahora se llaman terroristas, exactamente igual que aquellos que derribaron las Torres Gemelas asesinando miles de civiles; otra semejanza con aquellos tiempos es que el presidente de Venezuela está acusado de narcotraficante, a la manera que lo fuera el entonces presidente panameño Manuel Noriega. O sea, existen todos los ingredientes dentro de la arbitraria reforma judicial que el señor presidente Donald Trump ha transformado en realidad de facto, para repetir de modo similar cualquiera de aquellas infaustas experiencias.

No bastando todos los fantasiosos condimentos mezclados por el huésped de la Casa Blanca para cocinar su aborrecible potaje, en algunos turbios rincones de esa misma mansión, comienza a escucharse el nombre de Cuba. Según ciertos analistas y consejeros del gobierno estadounidense, desembarcar tropas, utilizar misiles y drones es parte de la solución porque ya es casi oficial que el propósito es apresar al presidente Maduro, lo cual es una manera velada de decir que el final es forzar un cambio de régimen. Pero a modo de balancear en algo los criterios de estos opinantes imperiales del palacio real, otros surgidos de las tinieblas han expresado opiniones complementarias, para apuntar que “Venezuela puede ser un caso muchísimo más complicado que Panamá por cuanto tienen el asesoramiento cubano y ruso”. O sea que ya se las arreglaron para inmiscuir a Cuba. Y no contentos con esto han vuelto a desenterrar la antigua acusación de que, en el conflicto ruso – ucraniano, Cuba también está inmiscuida.

No caben dudas que el adalid del frustrado Premio Nobel, no es tan amante de la paz ni tan enemigo de las guerras. Al menos cuando se trata de marcar territorio y dejar en claro quién manda en este hemisferio, al estilo de los buenos tiempos de la doctrina Monroe de “América para los americanos”.

Aparentemente inspirados en esa filosofía que llevó al derrocamiento del presidente guatemalteco democráticamente electo, Jacobo Arbenz, de la invasión a República Dominicana en el año 1965 para evitar el regreso al poder del expresidente Juan Bosch, quien había sido derrocado en 1963 y cuyo regreso estaba siendo apoyado por un movimiento constitucionalista liderado por el coronel Francisco Caamaño o de todas las múltiples intervenciones, desembarcos y crímenes como el de Sandino en Nicaragua, el espíritu de avidez territorial parece haberse apoderado del Washington nebuloso de estos días.

Las cosas no pintan bien. Y no auguran nada bueno porque si detener el tráfico de drogas es el objetivo que supuestamente mueve a estas violaciones de las leyes procesales relacionadas a la criminalidad, deberían comenzar por una guerra abierta al consumo estadounidense, del cual proviene la demanda que anima a la producción y el tráfico.

No pintan bien y son muchas las víctimas que pueden resultar de la ligera actuación de un gobierno bufo, al frente de un país tan serio como Los Estados Unidos de América.

Es un insulto que con el cuento de la paz estemos regresando a las guerras y más peligroso aún reviviendo el fantasma de la injerencia.

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