Cuando mi madre y me hermano se fueron de Cuba

 

Por el profesor Carlos lazo*

En 1980 mi madre y mi hermano se fueron de Cuba. Y así fue como yo, adolescente, me quedé viviendo, solo, en la Habana. Mi padre, que residía en el barrio de Buena Vista, me ayudaba económicamente y me apoyaba. Pero hubo otra “familia” que también estuvo a mi lado en aquel tiempo; mis vecinos.

Algunos de ellos ya murieron o son viejitos. Pero sus rostros han resistido intactos el paso del tiempo. Ellos fueron, ¡son mis seres queridos! Olguita, Luisa y Olegario; Delfina, Juaquina, Aida y Esperanza, madres de mis amiguitos que siempre arrimaron otra silla en la mesa a la hora de la comida.

“Muchacho vas a tener que traer tu cuota de la bodega”, me decía Aleida, al mediodía, cuando su hijo y yo llegábamos del preuniversitario. Aquellas personas multiplicaban los panes y los peces.

Recuerdo la vecina de piel de azabache. “¿Dónde andabas metido mi negrito?”, me decía. Y aquel “mi negrito” a mí me sabía a chocolate. En ese momento yo hubiera dado cualquier cosa por oscurecer mi piel para merecer aquel apodo preñado de ternura.

Y Aida, mi madre negra, que me llevó al policlínico cuando me dio culebrilla. “¿Es su hijo?” preguntó la doctora. “Sí, pero a este lo parí de día”, respondió Aida. Entonces descubrí porqué lo negro irradia tanta luz.

¿Y cuando salí de la prisión y no encontraba trabajo? Terminé de zapatero “clandestino” en casa de los Justiniani. El viejo Justi jamás me dijo “gustas” a la hora del almuerzo, pero siempre había un plato para mí en su mesa.

Los blancos y los negros, los hombres y las mujeres, todos me nutrieron con un arroz con frijoles mágico (y me dieron una peseta, cuando la libra de pan valía quince centavos). Aquella gente tenía la virtud de compartir con amor, lo poco que tenían.

Sembraron cosas entrañables que me hicieron ser lo que soy. Bueno, malo o regular; todo se lo debo a ellos. ¡Y me amaron como a uno de sus hijos! ¿Qué más puedo pedir?

En 1991 emigré a los Estados Unidos y aquí he vivido la otra mitad de mi vida. Pero aquellos vecinos me han acompañado siempre.

Donde quiera, en las malas y en las buenas, sus rostros me persiguen. Es como si auscultaran cada latido de mi corazón. Se me antojan centinelas, vigilando cada uno de mis pasos.

¿Cómo podría yo desearle mal a esa gente? ¿Cómo aprovechar la crisis para aumentar sus penurias? ¿Cómo conspirar para joderles la vida?

Mis vecinos y sus hijos todavía ofrecen bondadosamente lo poco que tienen al resto del mundo. Lo hacen como mismo hicieron conmigo; empeñados en multiplicar los panes y los peces.

¿Bloquearlos más? ¿Agravar sus penurias? ¿Cortarles el agua y la luz y arriba, llamarlos terroristas? ¡Qué me coja yo! ¡Primero muerto!

*Carlos Lazo
Organizador de Puentes de amor
10 de octubre de 2025

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